“El Lenguaje Médico: ¿Qué será del español en el siglo XXI?”
El Dr. Arturo Menéndez Cabezas, Metodólogo del Gabinete de grados científicos de la UCM “Carlos J. Finlay” de Camagüey, intreresado en el tema y preocupado por los errores que se comenten en el lenguaje científico, nos ha sugerido amablemente publicar en nuestro sitio una entrevista realizada al Dr. Fernando A. Navarro acerca del lenguaje en la medicina;
y para acceder a esa petición, ponemos a consideración de nuestros lectores algunas respuestas de interés para todos los especialistas que trabajan con el lenguaje médico en español.
¿Hasta qué punto podríamos decir que la traducción del inglés está influyendo en las publicaciones médicas en lengua española y, por consiguiente, en el español médico actual?
Nos guste o no, lo cierto es que hoy las publicaciones médicas en lengua española son en buena medida el resultado de un proceso de traducción a partir del inglés. No es solo que la cuarta parte de los libros de medicina editados en España e Hispanoamérica correspondan a traducciones de obras extranjeras; se trata, sobre todo, de que los principales libros de texto en español y los artículos médicos que publican nuestras revistas incorporan más de un 80% de las referencias bibliográficas en inglés.
Todo médico que lee artículos en inglés, pero imparte clases, presenta ponencias o pronuncia conferencias, escribe textos de divulgación o publica artículos o libros de texto en español, es un traductor médico. En países como los nuestros, todo autor médico es en buena medida también traductor, y como tal debería formarse. Digo bien “debería”, porque en el momento actual la presencia del lenguaje científico en nuestros planes de estudio no resiste punto de comparación no digo ya con las disciplinas médicas y quirúrgicas fundamentales como la cardiología, la psiquiatría, la neurocirugía o la dermatología, sino ni tan siquiera con disciplinas auxiliares como la bioestadística, la física médica, la historia de la medicina o la bioquímica.
Por el mismo razonamiento, debemos aceptar asimismo, pues, que la traducción es en la actualidad el principal motor del lenguaje médico español, incapaz de alimentarse a sí mismo a partir de una ciencia secundaria y dependiente como la que caracteriza a nuestros países.
¿Cuáles son los errores de traducción más frecuentes en las publicaciones científicas y en los medios de divulgación?
Los médicos de habla hispana suelen ser conscientes de que el inglés está modificando el uso que hacen de su lengua materna, pero no lo son tanto de la intensidad y el alcance de esta influencia. Para muchos, la influencia del inglés en el español médico parece limitarse exclusivamente al uso creciente de anglicismos patentes, como «anion gap», «borderline», «buffer», «by-pass», «distress», «doping», «feedback», «flutter», «handicap», «kit», «odds ratio», «pool», «rash», «scanner», «screening», «shock», «shunt», «spray» o «stent».
En realidad, la influencia del inglés es muchísimo más extensa e intensa, y afecta a todos los niveles del lenguaje: ortográfico, léxico y sintáctico.
Es evidente, por ejemplo, la abundancia de anglicismos ortográficos en los textos médicos escritos en español, donde hallamos con relativa frecuencia palabras como «amfotericina» (por influencia de amphotericin, anfotericina), «anti-alérgico» (por influencia de anti-allergic, antialérgico), «colorectal» (por influencia de colorectal, colorrectal), «benzodiazepina» (por influencia de benzodiazepine, benzodiacepina), «hematopoiesis» (por influencia de hematopoiesis, hematopoyesis), «linfokina» (por influencia de lymphokine, linfocina), «iodotirosina» (por influencia de iodotyrosine, yodotirosina) o «mobilidad» (por influencia de mobility, movilidad).
Más abundantes aún son los anglicismos léxicos, que en absoluto se limitan a los anglicismos patentes como los ya citados. Podría mencionar, por ejemplo, lo que los traductores hemos dado en llamar “falsos amigos”; esto es, palabras de ortografía muy parecida o idéntica en inglés y español, pero con significados diferentes en ambos idiomas.
En la actualidad no es nada raro encontrar textos en los que el autor afirma algo que no pretendía decir solo porque utiliza el término español «urgencia» (en inglés, emergency) cuando lo que quiere decir es «urgency» (en español, tenesmo vesical), o «ántrax» (en inglés, carbuncle) cuando lo que quiere decir es «anthrax» (en español, carbunco), o «preservativo» (en inglés, condom) cuando lo que quiere decir es «preservative» (en español, conservante), o «pituitaria» (en inglés, mucous membrane of nose) cuando lo que quiere decir es «pituitary» (en español, hipófisis).
Menos perceptibles aún para el hablante, pero de consecuencias más graves para el idioma, son los anglicismos sintácticos. Es el caso, por ejemplo, del abuso de la voz pasiva perifrástica, que el español, a diferencia del inglés, tiende a evitar, pero que en los textos médicos ha alcanzando niveles de uso verdaderamente preocupantes. Muchos médicos consideran de lo más normal una frase como “el bacilo de la tuberculosis fue descubierto por Koch en 1882″, pese a que jamás dirían a un vecino “la carrera de medicina fue terminada por mi hijo en 1998″.
Y es el caso también de la influencia que el sistema de adjetivación en inglés está ejerciendo sobre nuestra lengua. El inglés, es bien sabido, permite yuxtaponer dos sustantivos para conceder al primero de ellos carácter adjetivo. Pueden decir, sencillamente, «heart failure» donde nosotros no diríamos nunca «insuficiencia corazón»; en castellano estamos obligados a introducir una preposición entre los dos sustantivos (insuficiencia del corazón) o sustituir el segundo de ellos -el primero en inglés- por un adjetivo (insuficiencia cardíaca). Por desgracia, la influencia del inglés hace que cada vez sea más frecuente leer en español expresiones angloides como «depresión posparto» (en lugar de depresión puerperal), «vacuna anti-hepatitis» (en lugar de vacuna antihepatítica o vacuna contra la hepatitis), «carcinoma célula pequeña» (en lugar de carcinoma microcítico) o «infección VIH» (en lugar de infección por el VIH).
¿Debe estar el lenguaje especializado de la medicina abierto a los neologismos o es preferible defender a ultranza la pureza y el casticismo de nuestra lengua?
En español, como en cualquier otra gran lengua de cultura, hemos de aceptar neologismos, desde luego que sí. ¿Cómo podríamos ser puristas los médicos, que nos servimos de un lenguaje formado, prácticamente en su totalidad, por vocablos de origen griego (tráquea, microscopio, síndrome), latino (absceso, médico, virus), árabe (alcohol, jaqueca, nuca), francés (chancro, pipeta, viable), inglés (prión, nistatina, vial), alemán (éster, mastocito, vaselina), italiano (belladona, pelagra, petequia), holandés (droga, escorbuto, esprue), portugués (albinismo, sarpullido, fetichismo), amerindio (curare, guanina, ipecacuana), asiático incluso (agar, beriberi, bezoar)?
En el ámbito del lenguaje científico, el español es una lengua minoritaria y dependiente. Desde hace siglos, la lengua española no acuña términos científicos, sino que los toma de fuera. Solo en el siglo XX, aerosol, angiotensina, anticodón, apoptosis, avitaminosis, bacitracina, biotecnología, calicreína, cápside, colagenosis, coronavirus, densitometría, dornasa, ecografía, edetato, epoetina, estresante, excímero, feromonas, genómica, hibridoma, hipoalergénico, interferón, inviable, láser, leprechaunismo, linfocito, liofilización, lisosoma, masoquismo, neuroléptico, nistatina, noradrenalina, nucleótido, operón, ortorexia, penicilinasa, pinocitosis, placebo, plásmido, prión, probiótico, proteinasa, ribosoma, robótico, sida, telecirugía, transgénico, transposón, travestismo, tripanosomosis, vipoma, virión y vitamina -a los que podríamos añadir sin esfuerzo otros ejemplos por millares- son todos ellos, sin excepción, términos especializados acuñados en el extranjero, y que nuestro idioma importó.
El español no debe ni puede funcionar al margen del lenguaje médico internacional. Nuestro lenguaje especializado debe seguir abierto al exterior para tomar de fuera las palabras que nos permitan designar nuevos conceptos y vengan a enriquecer nuestra lengua.
Lo que no tiene sentido, a mi modo de ver, es llamar «papers» a los artículos, «células T helper» a los linfocitos T cooperadores o «angor pectoris» a la angina de pecho. Porque ¿qué ventaja tiene el inglés «patch test» sobre nuestros equivalentes prueba del parche, prueba de contacto, prueba epicutánea y epidermorreacción?; ¿o el inglés «rash» sobre nuestros equivalentes exantema, erupción cutánea y sarpullido?
¿Piensa usted que existe una ilusión de la transparencia, univocidad y exactitud del lenguaje especializado que impide al médico percibir el espesor y la polisemia de la lengua?
El lenguaje científico es un idioma que comprenden todos los investigadores del mundo, con la única condición de que se utilice correctamente. Es creencia generalizada que una de las características más destacadas del lenguaje científico es su precisión, marcada por la correspondencia biunívoca entre significantes y significados. En teoría, pues, el lenguaje científico debería carecer tanto de sinónimos como de palabras polisémicas, lo cual sería ideal no solo para los propios científicos, sino también, y probablemente en mayor medida, para los traductores especializados.
Se olvida a menudo, no obstante, que el nuestro es un lenguaje antiquísimo, y los médicos hemos tenido tiempo suficiente de ir acumulando, en el transcurso de los veinticinco siglos de historia de nuestro lenguaje especializado, multitud de palabras distintas para designar un mismo concepto. Las repercusiones prácticas de esta situación son fácilmente imaginables. En cierta ocasión, un grupo de urólogos españoles se propuso efectuar una revisión de conjunto sobre un tipo especial de tumor renal; pues bien, no pudieron ni siquiera saber cuántos casos se habían publicado en el mundo, pues encontraron que lo que unos habían llamado «quiste multilocular renal» era para otros «nefroma quístico multilocular benigno», o «nefroblastoma quístico benigno diferenciado», «linfangioma», «adenoma quístico», «tumor de Wilms poliquístico bien diferenciado», «cistoadenoma renal», «enfermedad quística segmentaria del riñón», «hamartoma quístico», «tumor de Perlmann», «riñón multiquístico parcial segmentario», y así hasta más de veinte nombres distintos (López Aramburo y cols.: “Quiste multilocular renal: consideraciones clínico-patológicas”, Actas Urol Esp 1989; 13: 1-9).
Y no es la sinonimia el único problema del lenguaje científico. La deseada relación biunívoca entre significante y significado se ve dificultada también por el vicio opuesto: la polisemia. Desde el momento en que el adjetivo «lívido», referido a la piel humana, puede significar en español tanto amoratado -que era su significado etimológico original- como descolorido o desvaído -acepción admitida por la RAE en 1984-, queda inservible para su uso en textos científicos en frases como “el paciente estaba lívido”. Porque, en efecto, si lo que queremos decir es que la tez de este paciente aparecía amoratada o azulada, lo diremos más claramente escribiendo “el paciente estaba cianótico”; y si lo que queremos decir es que su tez aparecía blanca o con aspecto cadavérico, lo diremos más claramente escribiendo “el paciente estaba pálido”, sin riesgo ninguno de ambigüedad.
Tomado de http://www.intramed.net/contenidover.asp?contenidoID=67287
El Lenguaje Médico: ¿Qué será del español en el siglo XXI?
VII Jornadas Científicas y Profesionales de TREMÉDICA, (Asociación Internacional de Traductores y Redactores de Medicina y Ciencias afines). Bs. As. 15 y 16 de Octubre.
En: Traducción y terminología médica. Publicado el nov 27th, 2014.
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