La odisea del español que creó la primera vacuna contra el cólera
Los estudios de Jaime Ferrán suscitaron un agrio debate que dividió a la comunidad científica. «España está en deuda con sus grandes hombres, combatidos en vida o -lo que es peor- ignorados. A los menos les despedimos con un gran entierro. Después de su muerte su obra queda interrumpida, cuando no borrada», se lamentaba el doctor Santiago Martínez-Fornés en ABC al pensar en un español en particular, Jaime Ferrán y Clúa, cuyo nombre pocos recuerdan pese a haber creado la primera vacuna contra una de las enfermedades infecciosas más temidas: el cólera.
Solo en España causó 800 000 muertes en el siglo XIX.
Interesado por los estudios que estaba realizando Louis Pasteur, este médico nacido en Corbera de Ebro (Tarragona), en 1852, había seguido sus pasos en la investigación de microbios y bacterias desde Tortosa. En 1884 fue comisionado por el Ayuntamiento de Barcelona para estudiar el cólera en Marsella, donde estaba causando estragos y amenazaba con propagarse.
En el hospital Pharo, llevó a cabo completos estudios de la bacteria responsable de la enfermedad, el vibrión colérico, que se reproduce en aguas contaminadas y provoca fuertes diarreas, deshidratación y shock hipovolémico. Ferrán intentó traerse a España muestras microbiológicas para continuar sus investigaciones, pero los funcionarios de aduanas de la Junquera le impedían la entrada al país con ellas por temor a que provocara un contagio, así que tuvo que recurrir al engaño y ocultarlas en sus calcetines.
En España los trabajos de Pasteur apenas eran conocidos, pero Ferrán «fue un penetrante interrogador de lo nuevo y rápidamente supo adivinar el partido que podía obtener de los métodos pasteurianos en las enfermedades humanas», relató en este periódico el doctor Amalio Gimeno, uno de los primeros en defender su trabajo.
El primero en inyectarse el cólera
¿Por qué no atreverse a hacer con el hombre lo que hasta entonces había hecho Pasteur con los animales? El microbio del cólera morbo asiático era ya conocido. Lo había descubierto Koch poco antes en Egipto. Estaba probado, además, que una vez curado, el hombre que lo había padecido era inmune. Ferrán se puso manos a la obra «y la obra fue realmente genial», continuaba explicando Gimeno. «Ferrán resultó el inventor de la primera vacuna microbiana utilizada en el hombre. Atenuó el bacilo, consiguió un líquido que no mataba, pero que podía vacunar y se arriesgó antes que nadie a introducir en el cuerpo humano microbios vivos, que en vez de ser dañinos, habíanse convertido en dóciles instrumentos de una profilaxis salvadora».
En 1885 ensayó la vacuna primero en sí mismo y después en varios miembros de su familia y amigos que se prestaron a ello. Pronto se formó a su alrededor un grupo de entusiastas profesores que también se vacunaron, así como numerosas personas, y llegó a inyectar su vacuna a 50 000, según relató el doctor J. Álvarez-Sierra. En vista de los buenos resultados obtenidos, Ferrán dio a conocer su descubrimiento al Ayuntamiento de Barcelona y a la Academia de Ciencias de Madrid, y después a la Academia de Medicina de Barcelona y a la Academia de Ciencias de París.
Al propagarse el cólera con virulencia en Valencia, se alzaron muchas voces pidiendo ayuda a Ferrán y allí acudió el bacteriólogo. En Alcira fueron vacunadas 11 000 personas, de las que solo 24 fallecieron víctimas del cólera, mientras que de las 5 000 que no se vacunaron en el mismo periodo, murieron más de 200.
Empezaba su gloria, pero también, su calvario. «Las fulgurantes apoteosis quedaron interrumpidas por objeciones autorizadas y aun por violentas disputas. Ferrán, después de haber inoculado la vacuna por él compuesta a más de cincuenta mil personas, sin ningún caso desgraciado, hubo de verse discutido y hasta motejado», señalaba J. Francos Rodríguez en «Blanco y Negro» en 1920.
Santiago Ramón y Cajal fue uno de los que recelaron de la vacuna por considerar que no estaba suficientemente demostrada su eficacia y se requerían más experimentos. Le criticaban además a Ferrán que no revelara su composición para explotarla comercialmente. «El debate llegó a adquirir tintes muy desagradables y dividió a la comunidad científica», contaba el médico Amalio Ordóñez.
En su defensa, el médico catalán contó desde el primer momento con el respaldo del doctor Gimeno y de otros notables españoles como Pulido, Grinda, Comenge, Tolosa Latour o Fernández Caro. El hijo del doctor Pulido recordaba cómo su padre, convencido en Alcira de la eficacia de la vacuna anticolérica de Ferrán se convirtió en apóstol de su doctrina y la defendió en la Real Academia de Medicina, la Sociedad de Higiene, el Ateneo… «Mi padre se inyectó una porción de veces aquel caldo de cultivos de bacilos virgula, vivos y virulentos, que era la vacuna de Ferrán contra el cólera… En cuanto había que reforzar, ante un auditorio escéptico la doctrina de Ferrán, llevando la persuasión de su inocuidad, la jeringuilla de cristal ponía bajo la piel de mi padre unos cuantos centímetros cúbicos de un caldo rebosante de microbios colerígenos».
También en el extranjero el recibimiento a su vacuna fue desigual, según recordaba el médico Pedro Gargantilla hace apenas unos meses: «Su tesis fue rechazada por importantes instituciones europeas como la Royal Society o la Universidad de Cambridge, pero contó con el apoyo de prestigiosos científicos como Charles A Calmet, Paul Erhlich o Pierre Roux».
La campaña en su contra terminó por decantar al Gobierno a prohibir el empleo de la vacuna anticolérica. Solo podría llevarla a cabo Ferrán personalmente y en presencia de un delegado del Gobierno.
El bacteriólogo, defraudado, desistió. «De esta manera el cólera pudo causar en España una mortalidad de 150.000 personas; si se hubiera empleado la vacuna no habría llegado a cinco o seis mil», afirmaba el doctor Álvarez-Sierra en el centenario del científico.
Sin embargo, «tentativas hechas en el extranjero, partiendo de las premisas sentadas por Ferrán, acabaron de dar la razón a éste y en 1907 le fue otorgado el premio Bréant, considerándole el jurado como el verdadero iniciador de la inmunización contra el cólera», reseñó ABC el día de su muerte. Seis años antes, el doctor Roux, director del Instituto Pasteur, de París, le había dicho a Ferrán en un almuerzo que ofreció al bacteriólogo, a Gimeno y a Pulido: «A usted, Ferrán, podrán discutirle cualquier cosa menos la de que ha sido inspirado inventor de la vacuna anticolérica, que ha salvado de la muerte a centenares de miles de seres humanos».
«Las estadísticas de Cantacuzeno, de Rumanía; de Savas, de Grecia; de Hoffman, de los Ejércitos alemanes; la de Nicholson, de las tropas de la India; la de Wintund, del Ejército austriaco de Cracovia; la de Romly, del tercer Cuerpo del Ejército italiano, y tantas otras, son prueba de que la vacuna anticolérica fue la que cortó el camino a la muerte que, en forma de cólera morbo, hubiera producido, como en otras guerras, estragos sin cuento», subrayó Gimeno recordando sus beneficiosos efectos en la Primera Guerra Mundial.
Ferrán continuó sus investigaciones en el Laboratorio Microbiológico Municipal de Barcelona, que se creó a iniciativa suya y del que fue su primer director. Allí estudió métodos de vacunación contra la rabia, la difteria, la tuberculosis o la peste.
Sus penas, sin embargo, no acabaron ahí. «Toda la vida de Ferrán fue un calvario, y a raíz de la publicación de uno de sus importantes trabajos científicos, los mismos médicos catalanes le acusaron de falsario y le destituyeron de su plaza de director del Laboratorio Municipal», se lamentaba el doctor Fernán Pérez.
Meses antes de su muerte, su fotografía junto al Rey durante el viaje que Alfonso XIII realizó a Cataluña ocupó la portada de este periódico. «Había una intriga para procurar que el Rey no fuese a ver al doctor Ferrán. Pero esta intriga se ha deshecho. Y una vez más la briosa espontaneidad de un elevado criterio ha sido demostrada. El caso Ferrán habrá que decidirse a revisarlo seriamente, y pronto. No sólo desde el punto de vista de la ciencia, sino desde el punto de vista de la política. Porque este drama -todo intriga y sin desenlace-, este drama, que hace medio siglo que dura, ha sido un drama de costumbres políticas principalmente», firmaba en Blanco y Negro «Un ingenio de esta Corte».
A su muerte, su biógrafo, Marcos Jesús Bertrán, dijo encarándose con muchos españoles: «Convivisteis con un gran hombre, cometiendo, al aislarle, una tremenda injusticia».
La síntesis de sus descubrimientos publicada a su muerte era aun así extensa: «Descubrió la vacuna contra el cólera (1885), la primera vacuna contra el tifus (1887), el método supra-intensivo contra la rabia (1888), la vacuna contra la difteria (1892) y efectó importantes investigaciones acerca del tétanos y de la peste bubónica. Preparó, casi simultáneamente con Pasteur, las vacunas contra la epizootia, carbunco, “mal rojo”, neumoenteritis, cólera y tuberculosis de los ganados y dio a conocer la aplicación del almidón a la preparación de emulsiones fotográficas, ideó y preparó el pigmento coloidal inalterable, publicó (antes de 1878) la teoría del microteléfono y, en fin, descubrió una vacuna contra la tuberculosis, fundada en la teoría evolucionista de las mutaciones bruscas que experimenta el bacilo Koch».
«Hemos perdido este año un luchador de nota: Ferrán. Si hubo errores en su vida, no es ésta la hora de valorarlos. Fue un trabajador incansable y por momentos descendió sobre su mesa de investigador la luz de la clarividencia. Esto basta para que siga a su memoria el respeto que, a pesar de todo, le tuvimos siempre mientras vivió», escribió Gregorio Marañón en diciembre de aquel mismo año 1929.
Para el prestigioso médico, «Ferrán tuvo una idea, genial para su tiempo, acerca de uno de los problemas más importantes de la Bacteriología. Se adelantó, luminosamente, a la mayor parte de los que en todo el mundo pensaban y trabajaban en la misma dirección. Esto ya no puede discutirse. Pero tampoco se puede discutir que su obra no se cumplió, redonda, completa. No recorrió ese sendero difícil que une la idea con el hecho realizado, listo ya para la utilidad de todos». ¿Por qué una idea genial de un gran español quedó así, inacabada?, se preguntaba. «Pues porque, ya en tiempos de Ferrán -ahora, mucho más- una obra científica no puede ser fruto de una cabeza humana, por repleta que esté de genio y de ciencia. La Bacteriología era, en los años de Ferrán, una actividad que exigía lo que él no pudo tener: un grupo de colaboradores y un ambiente. La única gran actividad biológica que entonces pudo ser realizada por un genio, sin dinero y sin compañía, en la misma mesa y en la misma cocina que servían para la vida familiar, era la Histología. Por eso la realizó Cajal. La Bacteriología, no. Cajal lo intentó también y tuvo que refugiarse en su Histología, desde donde llenó de gloria el mundo».