El cólera, la pandemia que ayudó a unir al mundo occidental
En el siglo XIX, una enfermedad también saltó de Asia a Europa: el cólera. Esta pandemia bacteriológica puso en jaque a muchos países europeos y ayudó a crear los primeros esfuerzos internacionales en materia de salud.
La pandemia de coronavirus es descrita muchas veces como una crisis global nunca antes vista. Los contagios y la expansión de la enfermedad no parecen conocer de fronteras ni clases sociales y están poniendo al mundo ante el espejo de la globalización. Las profundas interconexiones de la economía global ayudan a la expansión del virus, pero también existe a priori más coordinación e intercambio de información que nunca. Sin embargo, ya en el siglo XIX hubo una epidemia que viajó de Asia a Europa y que no solo provocó dudas sobre la globalización sino que también ayudó a desarrollar las primeras cooperaciones internacionales en materia de salud: el cólera.
Esta es la tesis que defiende la historiadora alemana Valeska Huber, profesora en la Universidad de Berlín: las Conferencias Sanitarias Internacionales del siglo XIX marcan en realidad el primer intento de abordar el problema de la propagación de enfermedades a través de la cooperación internacional y la estandarización de los procedimientos. Un enfoque que, cómo veremos, guarda importantes lecciones para la situación actual.
Desde un punto de vista científico, el cólera es una enfermedad intestinal aguda, provocada por una bacteria (Vibrio cholerae) que puede producir vómitos y diarrea que, en su forma grave, pueden llevar rápidamente a la deshidratación del organismo. La enfermedad se transmite por la ingesta de agua o alimentos contaminados con el bacilo del cólera y por contacto directo con superficies infectadas, aunque también pueden propagarlo las personas contagiadas.
Aunque con la aparición de vacunas y el avance en la gestión urbana del agua y los residuos, el cólera dejó de ser un problema en los países industrializados, sigue siendo una realidad para muchos países, ya que la enfermedad es especialmente frecuente en entornos densamente poblados con malas condiciones de salubridad y fuentes de agua no potable.
Según la Organización Mundial de la Salud, cada año se producen entre 1,3 y cuatro millones de casos en todo el mundo, y entre 21 000 y 143 000 muertes. Solo en 2019 se diagnosticaron más de 100 000 casos en Yemen, que sufre una guerra civil especialmente cruenta que ha dejado al 80 % de la población sin agua potable. Casi la mitad, son niños. Y es que el cólera actualmente es endémico en más de 50 países y ha producido varias epidemias de alcance mundial: desde 1817, siete pandemias de cólera se han extendido desde Asia al resto del mundo.
Sin embargo, lo que ahora es un problema de zonas con malos sistemas de gestión del agua y problemas de higiene, es decir, países en vías de desarrollo, en el siglo XIX era un problema global. Por aquel entonces Europa tenía problemas de higiene en la vía pública similares. Las redes de abastecimiento de agua deficientes, el alcantarillado anticuado e incluso inexistente o la presencia de animales en los cascos urbanos era la tónica en el Londres o el Madrid de 1800, por lo que el cólera pudo llegar al corazón del Viejo Continente.
La primera globalización
Lo cierto es que, igual que el coronavirus ha multiplicado su expansión gracias a la globalización, el cólera también necesitó de la creación de un mercado global para salir de sus orígenes en India. Desconocido en Europa hasta el siglo XIX, la enfermedad se aprovechó del aumento de las rutas comerciales a nivel mundial para propagarse en varias olas epidémicas entre 1830 y la década de 1890.
Y, de la misma forma que el COVID-19 nos alerta sobre las posibles desventajas de una globalización acelerada que solo tenga en cuenta las mercancías sin detenerse a reflexionar en las posibles consecuencias humanitarias, el cólera puso a la Europa de XIX frente a sus propias contradicciones. Como explica Huber, la enfermedad desveló las desventajas de la industrialización y llamó la atención sobre las condiciones de vida de los pobres, los problemas de la urbanización acelerada, el hacinamiento y la falta de saneamiento. Es más, la rapidez y la violencia con que golpeó y los repentinos ataques diarreicos que la acompañaron fueron especialmente impactantes para las sensibilidades del siglo XIX.
Aunque la transmisión de enfermedades entre lugares distantes no fue un fenómeno nuevo de ese siglo, en tiempos del cólera los bacilos podían viajar a una nueva velocidad de un lugar a otro y beneficiarse de la revolución en el transporte lograda por el desarrollo de barcos de vapor y ferrocarriles. Además, esta noción de un mundo cada vez más reducido e ilimitado iba de la mano con la sensación de estar cada vez más expuestos y vulnerables.
El punto de referencia para Europa era la peste, que había perseguido al continente desde el siglo XIV en adelante y que había dado lugar a los primeros sistemas de cuarentena. Sin embargo, para muchos europeos esta estrategia era impracticable e indeseable en un mundo de contactos y conexiones internacionales cada vez mayores, donde cantidades cada vez mayores de dinero dependían de los rápidos pasos a través de las fronteras.
En consecuencia, cada vez más médicos y diplomáticos entendían que el cólera era un problema que trascendía las fronteras nacionales y que se necesitaba la cooperación internacional para abordarlo. Por eso se empezaron a poner en marcha las primeras reuniones internacionales centradas en la salud general, en las que algunos ven incluso el germen de la OMS.
Una comunidad internacional contra el cólera
En general, la segunda mitad del siglo XIX fue testigo de una explosión de eventos internacionales. Antes de 1815 sólo hubo una reunión internacional reseñable, y hasta 1851 tan solo se contabilizaron otras 24, según apunta Huber. Pero entre 1851 y 1899 los congresos científicos y/o diplomáticos se multiplicaron como los panes y los peces hasta alcanzar las 1 390 reuniones, contribuyendo al desarrollo de estándares internacionales y a la profesionalización de la ciencia.
De hecho, la primera Conferencia Sanitaria Internacional, celebrada en París, se convocó en 1851, el año de la Gran Exposición en Londres que es señalado por varios historiadores como el punto de partida del internacionalismo. Hasta 10 de esas reuniones tendrían lugar antes del cambio de siglo, ocho de las cuales se ocuparon parcial o exclusivamente de la defensa de Europa contra el cólera.
Aunque al principio las conferencias eran más políticas que otra cosa, la ciencia fue ganando peso en ellas a medida que aumentaba su impresionante desarrollo a lo largo del siglo XIX. A medida que transcurría el siglo, la emergencia de la bacteriología se asoció con una mayor coherencia, precisión y modernidad y el conocimiento médico se convirtió en conocimiento especializado que era complicado y no accesible para los diplomáticos. Médicos famosos como Robert Koch, Adrien Proust o Louis Pasteur eran las nuevas estrellas de unas conferencias que hasta hacía poco estaban copadas por políticos profesionales.
La información y la recogida de datos, tan vitales para saber el alcance de las pandemias a día de hoy, también empezaron a ganar relevancia en esta época. El hecho de que el canal de Suez se convirtiera, tras su apertura en 1869, en el principal puente entre Asia y Europa y por tanto el paso natural para las epidemias de cólera, facilitó mucho la tarea de localizar y aislar brotes. Gracias al desarrollo de los telégrafos y la comunicación, se podían tomar medidas concretas contra barcos que tuvieran casos de cólera a bordo antes de que pasaran el canal.
El papel de la nueva ciencia médica se extendió igualmente. La limpieza química y los dispositivos científicos modernos, como las máquinas de desinfección, permitían el paso de una región enferma a una saludable sin implementar largas estancias en cuarentena. En ese sentido, conferencias como la de 1892 pusieron un énfasis mucho más fuerte en el papel de las pruebas bacteriológicas sobre el terreno y en la desinfección para hacer que el paso de Asia a Europa fuera más seguro.
Las conferencias internacionales también ayudaron a perfeccionar las medidas de identificación a través de visas, facturas de salud, pasaportes sanitarios o cualquier documento que permitiera rastrear los itinerarios de viajeros y vehículos, lo que ayudó a controlar mejor la transmisión de focos. En cualquier caso, como afirma Huber, los delegados de estas reuniones globales “no idearon un mundo sin fronteras ni un mundo de fronteras totales, sino tan sólo membranas semipermeables que deberían servir para proteger a Europa sin obstaculizar el comercio y la expansión.” Una estrategia que suena estremecedoramente parecida a los intentos actuales de la Unión Europea (UE), para frenar el coronavirus al mismo tiempo que intenta evitar una recesión.
Una comunidad internacional inacabada
Esta unión del mundo a través de la enfermedad no estuvo exenta de problemas ni errores. Para empezar, las conferencias eran profundamente eurocéntricas. Sólo Rusia, Persia y el Imperio Otomano, estados a caballo entre Oriente y Occidente, aportaban algo de color. Este enfoque colonial es muy evidente si se analizan las discusiones de la época: aunque se consideraba que las cuarentenas masivas eran contraproductivas para los europeos, cuando un brote de cólera estalló en La Meca en 1866, los países europeos no tuvieron ninguna duda a la hora de proponer aislar la zona y poner en cuarentena a cualquier peregrino que volviera de allí.
Además, al igual que ocurre en el mundo actual, el internacionalismo se tenía que enfrentar con un enemigo mucho más poderoso que cualquier enfermedad: el nacionalismo. Las rencillas entre países hacían que, muchas veces, fuera imposible llegar a un acuerdo. Por ejemplo, en la conferencia de Viena en 1874, se acordaron dos convenciones anti-cólera que nunca se materializaron en documentos legales ante la animosidad existente, principalmente entre Francia y el recién nacido Imperio Alemán.
El fortalecimiento del nacionalismo de los estados europeos que se produjo a lo largo del XIX hacía que, en las conferencias, las jerarquías entre los estados europeos se negociaran a través de conflictos abiertos y compromisos tácticos, con alianzas en materia de salud que se forjaban de acuerdo a otros intereses, especialmente si un país no estaba especialmente afectado por el cólera. Aunque, desde el principio, las Conferencias Sanitarias Internacionales fueron testigos de fuertes desacuerdos entre diferentes delegaciones, estos conflictos se intensificaron a medida que avanzó el siglo.
Y es que, poco a poco, la ciencia se convirtió cada vez más en un ámbito de competencia nacional. La rivalidad entre Pasteur y Koch y la carrera entre las comisiones alemana y francesa para aislar el bacilo del cólera en Egipto ilustra perfectamente este problema. Al mismo tiempo que naciones como Alemania, Francia o Gran Bretaña se lanzaban en una carrera desesperada por anexarse distintos territorios en nombre de la civilización, también se veían envueltos en una furiosa competencia para conquistar enfermedades en nombre de la ciencia.
Una situación de la que tampoco estamos muy lejos hoy en día: a pesar de tener un organismo internacional como la OMS, existe una carrera nada discreta entre varios países por ser los primeros en obtener una vacuna contra el coronavirus y la venta de materiales sanitarios están regidos por la ley del más fuerte en vez de por la solidaridad.
Aún así, la cooperación internacional naciente permitió aumentar el conocimiento sobre el cólera, sus posibilidades de aparición y las medidas para frenarlo. Aunque la investigación era nacional, gracias a estas conferencias y otros esfuerzos científicos internacionalistas, los tratamientos contra esta enfermedad y las formas de prevenirla se acababan transmitiendo de un país a otro casi con la misma velocidad con la que había aparecido la enfermedad.
De esta forma, las ciudades europeas se fueron dotando progresivamente de sistemas de higienización y gestión del agua urbana que favorecieron la salubridad, lo que impidió la aparición de focos locales, al mismo tiempo que avanzaban las investigaciones sobre los remedios. De hecho, sería un catalán, el doctor Jaime Ferrán y Clúa, el que descubriría la primera vacuna contra el cólera y dejaría que esta enfermedad fuera solo un mal recuerdo para los países europeos.
Sin embargo, el hecho de que aún existan focos persistentes de cólera en países en desarrollo no hace sino reforzar la idea de que esa primera cooperación internacional a través de la enfermedad se centró casi exclusivamente en solucionar el problema para los países ricos. Solo queda esperar en que no se repitan los mismos errores a la hora de afrontar la crisis del coronavirus y que esta enfermedad no acabe sumándose a la larga lista de males endémicos del mal llamado Tercer Mundo.